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13.9.06

Mundo de perros


Solo espero que los que leáis este mensaje no pertenezcáis a ese grupo de seres inhumanos o “animaloides” que de una u otra forma, y a pesar de presuponerles inteligencia y otras características propias de nuestra especie, no dejan de llegar a un nivel mínimo de humanidad y son capaces, de una u otra forma, de abandonar, maltratar o incluso matar, de formas propias de perturbados sádicos, a cualquier animal.

Ayer mi hija y yo, con ánimo de reemplazar a “una compañera”, decidimos adoptar, en lugar de comprar, un nuevo “amigo” y miembro seguro de nuestra familia visitando el Albergue Insular de Animales de Gran Canaria. Nunca pude suponer que esa visita me supondría tan amarga experiencia. Un lugar que merece toda nuestra colaboración y ayuda, no solo por la atención que prestan a los visitantes humanos ya sea en el intento por localizar a sus “compañeros perdidos” o, como nuestro caso, con la intención de adoptar a cualquiera de los muchos animales allí custodiados y que, como nos explicaron, les llegan de todos los puntos de la isla y de todas las formas imaginables. Bien de mano de los policías municipales, a través de particulares que se atreven a denunciar abandonos o mal tratos o, y esto es lo más crudo, acompañados de los que en su día se dieron el capricho y ahora, a pesar de los costes, deciden deshacerse del capricho. Pero este último grupo de elementos, a pesar de todo tienen el último detalle de no abandonarlos a su suerte en cualquier rincón o, como nos contó una señora, amarrarlos junto a la carretera o en zonas de monte para que el hambre y la sed acaben con su existencia.

Como “broche” pude comprobar personalmente el lamentable estado de algunos de aquellos pobres seres allí atendidos, cuando nos indicaron la zona donde albergaban a los perros que estaban disponibles para la adopción. La imagen era dantesca y no por el estado de aquellos espacios o el número de cachorros por espacio, que denotaban el cariño y espeto con el que allí se les trataba. Lo peor fue tener que recorrer ese pasillo sabiendo que solo puedes llevar uno, -que ya quisiera los medios para tener varias parejas- y, mirando sus ojos, sus intentos por acercarse a tu mano o incluso las que se antojaron llamadas de atención agitando sus colas o levantándose a nuestro paso conscientes quizás del motivo de nuestra presencia. Pero no pude evitar mirar más allá de la zona indicada y tropezar de bruces con otros perros allí atendidos.

Al final no pude más que salir de aquel pasillo a punto de llorar, con el corazón encogido ante la imagen que nunca podré olvidar de una perrilla pequeña, de las que aquí llaman “mil leches” -sin pedigrí o raza alguna- y su mirada triste, esforzándose con una patilla coja y temblorosa, intentando acercarse para llamar mi atención. Quizás por el recuerdo de esa compañera que tantas alegrías y compañía me dio, quizás por no entender quién ha podido maltratar a ese ser hasta el punto de dejarla en ese estado o simplemente por la impresión que me provocó aquella estampa, pero lo cierto es que aquella perrilla tan pequeña me ha dejado una huella tan grande como para no olvidarla nunca.

Finalmente salimos de allí, tras los trámites oportunos y con un nuevo miembro de nuestra familia al que María, mi hija, ha llamado “Pipo” y a mi se me antoja parecido al dragón volador de “la Historia Interminable”. Suerte para los tres...

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