Hace unas horas que la única mujer en mi vida, hija María, regreso a la casa que por ahora alberga nuestro hogar dando una nueva luz a estas cuatro paredes. Hace unas horas que mi rutina, lo cotidiano, se ha abierto a la esperanza y la alegría por la naturalidad de nuestra convivencia consciente de todos los cambios que nos esperan y esperando que todos y cada uno de estos mismo cambios nos ayuden a conocernos más y mejor aprendiendo a reconocernos en todos y cada uno de nuestros momentos.
Estoy seguro que nos quedan buenos y malos momentos. Que llegaremos a odiarnos tanto como podamos llegar a respetarnos. Seguro que en algunos segundos de las mil horas por vivir, podremos llegar incluso a dedicarnos los mejores destinos lejos el uno del otro. Estoy seguro que en nuestra continua lucha por reeducarnos el uno al otro, bien por las normas sociales o por llegar a conocer cuantos nuevos ritmos asolan nuestros oídos, por lograr la naturalidad más natural o el deber de conocer cuantas nuevas tecnologías nos invaden. Bien por el exceso de uso de “palabros” en su desenfado o por la falta de naturalidad en mi jerga. Quizás simplemente por el uso del cubierto adecuado para tamborilear en el plato o la necesidad de dejar el protocolo para mis encuentros fortuitos.
Por todo lo bueno y lo mejor que nos espera en esta “nueva temporada” solo espero, deseo y estoy seguro que llegaremos al final de cada jornada con nuestro cotidiano abrazo entre padre e hija para, sin palabras, dedicarnos el más sincero “Te Quiero”.
PD: A pesar de todo, es cierto que a veces me sacude el dicho popular “De pequeña la miraba pensando Te comería, y ahora a sus 17 años, a veces me arrepiento de no habérmela comido cuando tuve oportunidad”.
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